lunes, 16 de febrero de 2009

Marta del Castillo



El novio de Marta del Castillo ha confesado que la
mató tras una discusión.

Estábamos casi seguros. Cuando hace unos días en la igualá de nuestras cuadrillas de costaleros rezábamos, en medio de un silencio impresionante, pidiendo a nuestro Santo Crucifijo que ayudara a Marta a salir del trance, que apareciera, que se fundiera en un abrazo con sus padres, y cada oración que elevábamos a nuestra Madre de la Encarnación hacía brillar en nuestros ojos una pequeña luz de esperanza, en el fondo, todos estábamos ya seguros de que el final de esta historia no iba a ser feliz, de que Marta, en manos de quién fuera, había ya dejado esta vida para gozar al lado de ese Gran Poder, Señor de Sevilla, al que tanto quería, que le iba a permitir esta próxima madrugada del Viernes Santo que fuera de maniguetera, a su lado, pegadita al Señor, escuchando continuamente el rachear de las zapatillas,
las oraciones musitadas, el latido de los corazones, las peticiones de miles de padres que, como los suyos, solo tienen y tendrán consuelo en la mirada del Gran Poder, en las manos atadas de nuestro Señor, en su portentosa presencia.

Marta ha muerto. Es horrible decirlo, pero es así de claro y rotundo: ha muerto. ¿De qué han servido pues tantas miles, millones de oraciones elevadas al Padre para que volviera sana, para que volviera viva? ¿Por qué Cristo es tan duro a veces con nosotros? ¿Es que María no nos escucha? Preguntas, decenas de preguntas, cientos de ¿porqué Señor lo permites?

No hay respuestas, solo silencio, solo rabia contenida que quiere brotar de nuestros corazones para proclamar al mundo la injusticia, para asegurar que no existe la magnanimidad de Dios.

Y me pongo ante mi Santo Crucifijo, aquel que ha estado y está siempre a mi lado, aquel sin el que no comprendería la vida, aquel que es Salud para mi corazón y para mi alma. ¿Por qué Señor?

Y sigue el silencio, no hay respuestas.

Sólo cuando las lágrimas y la frustración empiezan a ceder y una extraña paz se abre paso en el corazón, empiezo a recordar lo que dije en mi pregón de hace ya demasiados años:
Era hermano mayor, estaba en la Iglesia con mi hermano el "bombero",
volvió el padre de aquella niña cuya foto me había pedido hacía varios
meses que acompañara permanentemente a nuestro Santo Crucifijo en una
especie de eterna petición de salud para su hija. Quería recuperar su foto.
¿Quiere que recemos, le pregunté? Sí. Así lo hicimos y el padre, al
terminar la oración, ese padre al que no he podido olvidar en estos años,
mirando a mi Cristo le dijo con un enorme amor “gracias por ayudarla a
bien morir".

Ese padre sabía que no vería más a su hija hasta que le llegara el momento del encuentro con Cristo. Su pena era inmensa, desgarradora, pero se iba mitigando con la resignación de saber donde se encontraba su hija.

Gracias Señor porque eso es lo que nos das, eso es lo que recibimos como respuesta a nuestra fe en ti: nada más y nada menos que la seguridad de que volveremos a estar junto a aquellos que se fueron, de que solo será una separación prolongada que se aliviará cada día con el recuerdo de la risa de quién se fue, con la evocación de sus efímera vida, con el abrazo a una presencia inexistente.

Marta no ha muerto. Ahora empieza su vida. Ahora podrá estrenar ese incensario que compró para quemar el incienso cofrade de la plaza del Salvador. Ahora podrá hablarles a sus padres directamente al corazón porque lo hará desde la diestra del Gran Poder. Podrá dirigirse a sus amigas, aconsejarlas, ayudarlas, con la tranquilidad y seguridad de una enorme madurez.

Esta es nuestra esperanza basada en la seguridad de nuestra fe. Podría poner mil ejemplos de padres que han superado con entereza desde el tremendo dolor la falta de su hijo, de su hija. Padres que poco a poco han recuperado luz en los ojos, que han ido comprendiendo que su hija no se ha ido, porque nadie muere mientras viva en nuestros corazones.

Se que esto que digo para quién no tiene fe no es nada. Pero nosotros hemos recibido el don de Dios de manera directa. ¡Creemos! Esta es nuestra ventaja en el mundo, por eso somos superiores, porque sabemos que hemos vencido a la muerte.

Tengo la foto de Marta metida en mi cabeza y sé que allí estará mucho tiempo porque estas cosas son difíciles de olvidar. Veo a mi hija María, de la misma edad que Marta, y me da un vuelco el corazón.

Pero Marta, en la foto que hemos visto todos estos días parece como si sonriera, parece como si quisiera ayudarnos a superar el dolor.

Y lo haremos, y lo harán sus padres, y lo hará su familia, porque son gente de fe, porque creen que un trozo de madera que alguien talló hace muchos siglos se ha convertido en la casa del Señor, por que saben, están seguros que ese trozo de madera tiene vida, por que es el Señor.

Ellos mirarán al Gran Poder. Nosotros miramos a nuestro Santo Crucifijo. Y todos preguntaremos desde el consuelo y la esperanza: ¿Qué has hecho con mis oraciones?

Y en el silencio, y ante su mirada, escucharemos directamente de Él: “Vuestras oraciones, todas esas miles de peticiones, de rezos, de llantos, no se han tirado a la nada, ni se han perdido. Las he recogido con amor y las he puesto en las manos de Marta a la que necesitaba a mi lado para que las guardara y las fuera utilizando para ayudar y salvar el cuerpo y el alma de un millón de otros hijos e hijas mías que, quizás, ni siquiera tienen la suerte de tener vuestra fe”.


Si, amigos, Marta vive. Y ayudará a otros niños en nombre del Padre. Y vive igual que aquellos hijos nuestros, o padres, o hermanos, o amigos, que se fueron.


Mirad al Santo Crucifijo, sentidlo, escuchadlo. Os irá hablando de cada uno de ellos y os dirá cuan felices son a su lado. Y si os fijáis bien, los encontraréis, podréis hasta conversar con ellos.


Es fácil, tan fácil como mirar a los ojos de nuestro bendito Cristo, preguntar, esperar y dejar hablar nuestro corazón. Es Él quién os habla.


LUIS CRUZ DE SOLA

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